La familia de Pascual Duarte

Me encuentro encerrado con una condena sobre la cabeza…muy poco me queda para respirar. ¡Bien poco me queda!

Lo único en mí que puede volar libre es la imaginación.

Envidio el ermitaño con la bondad en la cara, al pájaro al cielo, al pez en el agua porque tienen tranquila la memoria.

No creo que sea pecado contar barbaridades de las que uno está arrepentido. Es que me trae consuelo en esta última hora de mi vida.

 

Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo.
Nací hace ya muchos años – lo menos cincuenta y cinco – en un pueblo perdido por la provincia de Badajoz.
En el pueblo, como es natural, había casas buenas y casas malas, y como pasa con todo, muchas más malas que buenas.
Mi casa estaba fuera del pueblo. Cierto es que el suelo era de tierra, pero la tenía bien pisada. El mobiliario de la cocina consistía en  tres sillas y una mesa de pino, con su cajón correspondiente.
El resto de la casa no merece la pena describirlo, tal era su vulgaridad.
En la cuadra teníamos un burrillo flaco y más viejo que Matusalén y un par de guarros (con perdón) o tres.
Tenía una perrilla perdiguera – la Chispa – ruin y medio indomesticable pero que se entendía muy bien conmigo.
Al volver de la caza, la perra se me adelantaba y me esperaba siempre al cruce; había ahí una piedra redonda y achatada, como una silla baja, de la que guardo tan grato recuerdo como de cualquier persona.
Me pasaba largos ratos sentado sobre la piedra,   silbando, Con la escopeta entre las piernas, mirando lo que había de verse, fumando pitillos. La perrilla se sentaba enfrente de mí, sobre sus dos patas de atrás, con la cabeza ladeada, con sus dos  ojillos castaños muy despiertos; yo le hablaba y ella, como si quisiera entenderme mejor, levantaba un poco las orejas.
Hubo un día que debió parecerme tan triste por mi marcha, que no tuve más suerte que volver sobre mis pasos a sentarme de nuevo. La perra volvió a echarse frente a mí y volvió  a mirarme; ahora me doy cuenta de que tenía la mirada de los confesores, escrutadora y fría, como dicen de los linces…un temblor recorrió todo mi cuerpo; parecía como una corriente que forzaba por salirme por los brazos, la escopeta se dejaba acariciar, lentamente entre mis piernas. La perra seguía mirándome fija, como si no me hubiera visto nunca, como si fuese a culparme de  algo de 
un momento a otro. Su mirada me calentaba la sangre de tal manera que, dominado por mirar, cogí la escopeta y disparé; volví a cargar y volví a disparar. La perra tenía una sangre oscura y pegajosa que se extendía poco a poco por la tierra.

De mi niñez no son precisamente buenos recuerdos los que guardo. Mi padre era portugués, y alto y gordo como un monte. Yo le tenía un gran respeto y no poco miedo. Era áspero y brusco y no toleraba que le contradijese en nada. Nos pegaba a mi madre y a mí por cualquiera cosa.
Durante muchos años su oficio había sido contrabandista cuando los carabineros le mandaron a la prisión. (Presidio)
Mi madre, al revés de mi padre, no era gruesa. Era poco amiga del agua, tan poco que si he de decir la verdad, en todos los años de su vida que yo conocí, no la vi lavarse más que en una ocasión.
Se llevaban mal mis padres; a su poca educación se unía su escasez de virtudes, defectos que para mi desgracia hube de heredar.
Mi madre no sabía leer ni escribir; mi padre sí, y tan orgulloso estaba de ello que se lo echaba en cara cada lunes y cada martes.
 Y mi madre le (tachaba de) llamaba a mi padre hambriento y portugués y él como si esperara esa palabra para golpearla, se sacaba el cinturón y la corría todo alrededor de la cocina hasta que se hartaba.
La verdad es que la vida en mi familia poco tenía de placentera.
Mi instrucción escolar poco tiempo duró. Cuando dejé la escuela tenía doce años. Sabía ya leer y escribir, y sumar y restar, y en realidad para manejarme ya tenía bastante.
Era yo de bien corta edad cuando nació mi hermana Rosario. Los partos de mi madre fueron siempre duros y dolorosos. Llevaba ya gritando varias horas cuando nació Rosario. Mi padre llevaba ya largo rato paseando a grandes zancadas por la cocina. Se acercó (aproximó) a la cama de mi madre y sin consideración ninguna de la circunstancia la empezó a llamar  bribona y zorra y arrearle tan fuertes hebillazos  (pegándole  tan fuertes golpes con el cinturón) que todavía estoy extrañado de que no la haya molido viva. (matado)  Después se marchó y tardó dos días enteros en volver; cuando volvió venía borracho perdido; se acercó a la cama de mi madre y la besó; mi madre se dejaba besar…Después se fue a dormir a la cuadra.

Mi hermana ROSARIO creció, llegó a ser casi una mocita. Se hizo la reina de la casa. Servía para todo y para nada bueno. Robaba con igual gracia y donaire que una gitana vieja,  y se aficionó a la bebida de bien joven. Teniendo  años se marchó, después de haber robado lo poco de valor que había en nuestra choza.
En Almendralejo conoció a un hombre. Se llamaba el tal sujeto Paco López, conocido como el Estirao, como era alto y flaco. Era de estos hombres que prefieren no trabajar. Lo mantenían las mujeres.
El nacer de mi pobre hermano Mario fue todo a coincidir con la muerte de mi padre. Le había mordido un perro rabioso. Tuvimos que encerrarlo con la ayuda de algunos vecinos, con tantas
precauciones que pudimos porque tiraba unos mordiscos que a más de uno hubiera arrancado un brazo de habérselo cogido. Pateaba como un león, juraba que nos había de matar a todos, y tal fuego había en su mirar, que seguro lo hubiera hecho si Dios lo hubiera permitido. Lo teníamos encerrado dos días, y tales voces daba y tales patadas arreaba sobre la puerta, que hubimos de apuntalarla con unos maderos.
Cuando tocó a enterrar a mi padre se me ocurrió decirle a don Manuel, el cura, que sería mejor no recordarlo.
Mario vivió poco entre nosotros. No llegó a hablar, ni a andar. El pobre no pasó de arrastrarse por el suelo como una culebra y de hacer unos ruiditos con la garganta y con la nariz como una rata: fue lo único que aprendió.
Teniendo cuatro años un guarro le comió las orejas a la criatura. Se pasaba los meses por los suelos, comiendo lo que le echaban, y tan sucio que a mí, ¿Para qué mentir?, nunca me lavé demasiado, llegaba a darme repugnancia.

Desde la muerte de mi padre, Dios sabrá por qué, el señor Rafael estaba en casa, entraba en ella como por terreno conquistado; no se le ocurrió peor  al pobre Mario que morderle en una pierna al viejo y este le dio tal patada que le dejó como muerto y sin sentido. El viejo se reía como si hubiera hecho una hazaña. Mi madre se reía con él y dejó a mi hermano tirado en el suelo todo lo largo que era.
Cuando el señor Rafael acabó por marcharse, mi madre recogió a Mario lo acunó en el regazo y estuvo lamiendo la herida toda la noche, como una perra a los cachorros; el chiquillo se dejaba querer y sonreía…Se quedó dormidito y en sus labios se quedaba aún la señal de que había sonreído.

Fue aquella noche, seguramente, la única vez en su vida que le vi sonreír.
Llegó día que no encontrándolo por lado alguno mi hermana lo encontró en una tinaja de aceite, volcado sobre el borde de la tinaja, con la nariz sobre el barro del fondo.
Mi madre tampoco lloró la muerte de su hijo. De mí puedo decir, y no me avergüenzo de ello, que sí lloré.
Mi madre llegó después a convertírseme en un enemigo. En un enemigo rabioso, que no hay peor odio que el de la misma sangre, porque nada se odia más que aquello que uno se parece.
EL ENTIERRO DE MARIO fue pobre y aburrido. Detrás de  la caja no se juntaron más de cinco o seis personas y entre ellas Lola que ya por entonces era media novia mía.
A Lola, al arrodillarse, se le veían las piernas, blancas y brillantes como la plata.  Me avergüenzo de lo que voy a decir, pero en aquel momento me alegré de la muerte de mi hermano…La sangre me golpeaba por la frente y el corazón parecía como querer salírseme del pecho. Hacía calor, unos tiemblos me recorrieron todo el cuerpo, no podía moverme, estaba clavado como por el mirar del lobo. De pie, a mi lado, estaba Lola, sus pechos subían y bajaban al respirar…
Lola me miraba con un mirar que espantaba.
Fue una lucha feroz. Derribada en tierra, sujeta, estaba más hermosa que nunca…Sus pechos subían y bajaban cada vez más de prisa. Yo le agarré del pelo y la tenía bien sujeta a la tierra. La mordí hasta la sangre, hasta que estuvo rendida y dócil como una yegua joven.
– ¿Me quieres?
– ¡Si!

ESTA CELDA donde me trajeron es mejor; por la ventana se ve un jardincillo y más allá, la llanura que se extiende hasta la serranía.
Yo respiro mi aire, que entra y sale de la celda, ese mismo aire que a lo mejor respira mañana el mulero que pasa.
Yo veo la mariposa toda de colores, que entra por la celda, da dos vueltas y sale.
(MIRA POR LA VENTANA)
¡Qué bien se ve el sendero! Mira, cruzan unas personas. Probablemente ni piensan que yo les miro. Son dos hombres, una mujer y un niño. Parecen contentos andando por el sendero. El niño trota unos pasitos adelante, se para, tira alguna piedra al pájaro que pasa. No se parece en nada, y sin embargo, ¡cómo me recuerda a mi hermano Mario! La mujer debe de ser su madre. ¡Qué alegría en todo su cuerpo! (mismo uno se siente feliz al mirar para ella.) Bien distinta es de mi madre. ¿Por qué será que tanto me recuerda esa mujer a ella?

Usted me perdona, pero no puedo seguir. (Poco me falta para llorar). Usted sabe, tan bien como yo, que un hombre (que se precie) no debe dejarse acometer por los lloros como una mujer cualquiera.
Voy a continuar con mi relato; triste es, bien lo sé, pero más triste todavía me parecen estas filosofías para las que no está hecho mi corazón.

No muy pasados los cinco meses  fui a casa de Lola. La encontré un poco pálida y como rara, parecía como si hubiera llorado, como si le agobiase una pena profunda.
– Pues no hablas si no quieres.
– ¡Sí quiero!
– Pues habla. ¿Yo te lo impido?
– ¡Pascual!
– ¿Qué?
– ¿Sabes una cosa?
– No.
– ¿Y te lo figuras?
– No.  (ahora me da risa de pensar que tardara tanto tiempo en caer)
– ¡Pascual!
– ¿Qué?
– ¡Estoy preñada!

Lola se echó a llorar. A mí no se me ocurría nada para consolarla.
– No seas tonta. Unos se mueren…, otros nacen. ¿Pues qué tiene de particular? También tu madre lo estuvo antes de parirte…, y la mía también.
No fue una inspiración divina, lo sé.
Yo miraba para el vientre de Lola; no se le notaba nada. Estaba hermosa como pocas veces.
Me acerqué a ella y la besé en la mejilla; estaba fría como una muerta.
–     ¿Estás contenta?
– ¡Sí! ¡Muy contenta!
Lola me habló sin sonreír.
– ¿Me quieres…así?
– Si, Lola…así.
Era verdad. En aquellos momentos era así como la quería, joven y con un hijo en el vientre; un hijo mío, a quién – por entonces – me hacía la ilusión de educar y de hacer de él un hombre de provecho.
– Nos vamos a casar, Lola. Esto no puede quedar así…
No. (la voz de Lola parecía como un suspiro.)

Después de haber cumplidos los requisitos de la ley de la iglesia Lola y yo nos casamos.
Le aseguro que me faltó nada para volverme atrás y mandarlo todo a tomar vientos, cosa que si no llegué a hacerlo fue por pensar que como el escándalo iba a ser muy grande (gordo).
Hacíamos una hermosa pareja, se lo aseguro. ¡Ay, aquellos tiempos, qué lejanos me parecen ahora!

Después de la boda nos fuimos (cogimos la carretera) a Mérida, donde pasamos los tres días más felices de mi vida.

Al volver al pueblo pasamos la noche en la taberna. Como había guitarra, mucho vino y suficiente buen humor los tiempos se nos iban pasando como sin sentirlos…
El Zacarías, en medio de la juerga, y por hacerse el chistoso, nos contó no sé qué historia (sucedido) de un palomo ladrón y yo me atrevería a haber jurado que lo había dicho pensando en mi.
Yo abrí la navaja, se hubiera podido oír el vuelo de una mosca, tal era el silencio.
Le arreé (di) tres  navajazos en un hombro, que lo dejé como temblando. Le iba fluyendo (manando)  la sangre como de una fuente. (manantial)
Fue mala pata a los tres días de casado, lo sé. Hombre, es que lo siento, ya ves.
Nunca me pareció mi casa tan lejos como aquella noche.
Llegué  a la casa y estaba muy seria con las luces encendidas, un extraño silencio había en la casa y la señora Engracia estaba en la puerta.
– ¿Y usted por aquí?
– Pues ya ves, hijo, estaba esperándote.
– ¿Esperándome?
– Sí.
– ¡Déjeme pasar!
– ¡No pases!
– ¡Esta es mi casa!
– Ya lo sé, hijo; por muchos años…Pero no puedes pasar.
– ¿Pero por qué no puedo pasar?
– Porque no puede ser, hijo. ¡Tu mujer está mala!
– ¿Mala?
– Sí.
– ¿Qué le pasa?
– Nada; que abortó, la descabalgó la yegua…
La rabia me llevó a la cuadra. Yo abrí la navaja. Fue cosa de un momento. Me eché sobre el caballo y le clavé lo menos veinte veces…
Tenía la  piel dura, mucho más dura que la de Zacarías.

“La cosa fue bien sencilla, tan sencilla como siempre resultan ser las cosas que vienen a complicarnos la vida.”

A consecuencia de aquel desgraciado accidente me quedé completamente desconcertado y hundido en las más negras imaginaciones.
Al año o poco menos, quedó Lola de nuevo encinta. La sola idea de que mi mujer pudiera volver a abortar me sacaba de quicio. Era una tensión que nos destrozaba. A los ocho meses llegó mi hijo. Le  pusimos  por nombre Pascual como a su padre.
Yo me pasaba largas horas sentado a los pies de la cama. Lola me dijo:
“Solo hay que tener cuidado con él.”
“Si, de los cerdos…”
El pensar que aquel tierno pedazo de carne que era mi hijo, a tales peligros había de estar sujeto, me ponía las carnes de gallina. ¡Las criaturas son tan delicadas! No es que soy mal pensado, sino es así.
“Y cuando sea mayorcito lo mandaremos a la escuela…”
Lola se reía. ¡Era feliz! Yo también me sentía feliz, ¿por qué no decirlo?
Aquel gozar en la contemplación del niño me daba mala espina. Siempre tuve muy buen ojo para la desgracia – no sé si para mi bien o para mi mal.
Tenía once meses cuando lo devolvimos a la tierra. A la desgracia no se acostumbra uno, créame, porque siempre nos hacemos la ilusión de que la que estamos soportando ha de ser la última.
Tres mujeres hubieron de rodearme cuando Pascualillo nos abandonó, mi mujer, mi madre y mi hermana, pero ninguna de ellas supo hacerme más llevadera la pena de la muerte del hijo.

Habrá que huir: que huir lejos del pueblo, donde nadie me conozca, donde pueda empezar a odiar con odios nuevos.
No perdí tiempo en preparar la huida. Aprovechándome de la noche como un ladrón, salí por la puerta y comencé a caminar – sin saber demasiado a dónde ir.
Al llegar en Don Benito pedí un billete para Madrid. De ahí intentaría saltar a las Américas.
¡Jamás se me había ocurrido pensar lo caro que resultaba un viaje por mar!

En La Coruña llegué a parar hasta un año y medio. Hasta el día en que llegó a invadirme  la nostalgia. Añoraba a mi familia y pensaba que había de ser bien recibido por ella. Así emprendí el viaje de vuelta.
Siete días habían transcurrido desde mi retorno al pueblo cuando me recibió mi mujer. Con tanto cariño, por lo menos por fuera. Se la notaba a Lola un  gran cambio en todo lo suyo.
Se echó a llorar amargadamente. Con un hilo de voz me confesó
– Voy a tener un hijo.
– ¿Otro hijo?
– Sí.
– ¿De quién?
– ¡No preguntes!
– ¿Qué no pregunte? ¡Yo quiero preguntar! ¡Soy tu marido! Ella soltó la voz
– ¡Mi marido que me quiere matar! ¡Mi marido que me tiene dos largos años abandonada! ¡Mi marido que me huye como si fuera una leprosa! Mi marido…

Si mi condición de hombre me hubiera permitido perdonar, hubiera perdonado, pero el mundo es como es y el querer avanzar contra corriente nos es sino vano intento.
– Será mejor llamar a la señora Engracia.
– ¡No, por Dios! ¿Otro aborto?
Ella se arrojó contra el suelo hasta besarme los pies.
– ¡Te doy mi vida entera, si me la pides!  ¡Mis ojos y mi sangre, por haberte ofendido!
¡Mis pechos, mis dientes! ¡Te doy lo que tú quieras: pero no me lo quites, que es por lo que estoy viva!
Lo mejor era dejarla llorar, llorar largamente, hasta caer rendida, con los nervios destrozados, pero ya tranquila, como más razonable.
– ¿Con quién fue?
– ¡No lo preguntes!
– Prefiero saberlo, Lola.
– Pero a mí me da miedo decírtelo.
– ¿Miedo?
– Sí, de que lo mates.
– ¿Tanto lo quieres?
– No lo quiero.
– ¿Entonces?
– Es que la sangre parece como el abono de tu vida.
Aquellas palabras se me quedaron grabadas en la cabeza como un fuego, y como fuego grabadas conmigo morirán.
– ¿Y si te jurase que nada pasará?
– No te creería.
– ¿Por qué?
– Porque no puede ser, Pascual, ¡eres muy hombre!
– Gracias a Dios; pero aún tengo palabra.
Estaba pálida como nunca, su cara daba miedo. Un miedo horrible. La cogí la cabeza, la acaricié, la mimé contra mi  hombro, comprensivo de lo mucho que sufría.
– ¿Quién fue?
– ¡El Estirado!
Estaba muerta, con la cabeza sobre el pecho y el pelo sobre la cara…Quedó un momento en equilibrio, sentada donde estaba, para caer al pronto contra el suelo de la cocina.
Salí a buscar al asesino de mi mujer, al deshonrador de mi hermana. Me costó trabajo encontrarlo. El bribón tuvo noticia de mi llegada. Yo salí a su captura. Vi a Rosario…¡Cómo había cambiado! Estaba aviejada, con la cara llena de arrugas prematuras. Daba pena mirarla, con lo hermosa que fuera.

La Rosa se vino conmigo para casa. Los días juntos  pasaban suaves como plumas, las noches tranquilas como en un convento. Hasta que la mala estrella quiso resucitar los tiempos pasados para mi mal.
Fue en la taberna de Martineta; me dijeron que el Estirado andaba por el pueblo. Salí corriendo para mi casa.
Me encontré a Rosario en la cocina.
– Por aquí no está. ¡Te lo juro!
No hacía falta que me lo jurase; era verdad, aún no había llegado, aunque estaba a punto de llegar. El Estirado entró silbando una copla. Quería aparentar calma y serenidad, pero no acababa de conseguirlo; se le notaba muy nervioso y como avergonzado..
– ¡Hola, Pascual!
– ¡Hola, Paco! Quítate el sombrero, (descúbrete) que estás en una casa.
Mi hermana le sonrió con una sonrisa cobarde que me repugnó; el hombre también sonreía, pero su boca al sonreír parecía como si hubiera perdido el color.
– ¿Sabes a lo que vengo?
– Tú dirás.
– ¡A llevarme a la Rosario!
– A la Rosario no te la llevas tú.
– ¿Quién lo habrá de impedir?
– Yo, ¿o es que te parezco poca cosa?
– No mucha.
Sin dejarle seguir con la palabra le di tan fuerte golpe con una banqueta en medio de la cara que lo tiré de espaldas y como muerto contra la campana de la chimenea. Trató de incorporarse, sacó el cuchillo, en sus ojos se veían unos fuegos que espantaban; tenía los huesos de la espalda quebrados y no podía moverse.
Haciendo un esfuerzo supremo, intentó echarme a un lado. Lo sujeté del cuello y lo hundí contra el suelo, y con una rodilla en el pecho le hice la confesión:
– No te mato porque se lo prometí…
– ¿A quién?
– A la Lola.
– ¿Entonces, me quería?
Era demasiada chulería. Pisé un poco más fuerte. La carne del pecho hacía el mismo ruido que si estuviera en el asador…Empezó a arrojar sangre por la boca. Cuando me levanté, se le fue la cabeza – sin fuerza – por un lado…

Tres años me tuvieron encerrado, tres años lentos,  largos como la amargura. Si me hubiera portado mal me hubiera podrido vivo como todos los presos, pero me porté lo mejor que pude y me saltaron.
Y creyendo que me hacían un favor, me hundieron para siempre.
¡Si supieran que lo mejor que podría pasarme era no salir de allí!
Cuando salí encontré el campo más triste, mucho más triste, de lo que me había figurado cuando estaba preso. (en la cárcel)
El tren hacia mi pueblo tardó muchas horas en llegar.
Nadie, si no es Dios, sabía que llegaba. No sé por que manía de ideas – imaginaba el andén lleno de gentes jubilosas que me recibían con los brazos al aire, agitando pañuelos, voceando mi nombre.
Cuando llegué, un frío agudo como una daga se me clavó en el corazón. En la estación no había nadie.
Era de noche, el señor Gregorio, el jefe, acababa de dar salida al tren. Ahora se volvería  hacia mí, me reconocería, me felicitaría.
– ¡Caramba, Pascual! ¡Y tú por aquí!
– Sí, señor Gregorio. ¡Libre!
– ¡Vaya, vaya!
Y se dio media vuelta sin hacerme más caso.
La sangre se me agolpó a los oídos y las lágrimas estuvieron a pique de aparecerme en ambos ojos. Al señor Gregorio no le importaba nada mi libertad.
Empecé a caminar. Iba triste, muy triste. No quería pensar en el frío que me invadía.

Un poco más adelante estaba el cementerio, donde descansaba mi padre de su furia; Mario de su inocencia; mi mujer de su abandono, y el Estirao, su mucha chulería. El cementerio donde se pudrían los restos de mis hijos, del abortado y de Pascualillo…

Cogí un miedo inexplicable. No me atrevía a levantar cabeza. Llegó el instante en que eché a correr como un loco, como un poseído. Cuando llegué a mi casa estaba rendido (agotado); no hubiera podido un paso más…
Puse el bulto en el suelo y me senté sobre él.
No se oía ningún ruido; Rosario y mi madre estarían, a buen seguro, durmiendo, sin darse cuenta de que yo estaba libre, a pocos pasos de ellas.
Quién sabe si a aquellas horas mi hermana no estaría soñando, entristecida, imaginándome sobre las tablas de la celda.
Y yo estaba allí, libre, sano como una manzana.
No sabía lo que hacer; pensé llamar…se asustarían; nadie llama a esas horas. A lo mejor ni se atrevían a abrir; pero tampoco podía seguir allí, tampoco era posible esperar al día sentado sobre el cajón.

Por la carretera venían dos hombres conversando en voz alta, yo me escondí en una cuneta.
– Ya ves lo que le pasó a Pascual.
– Y no hizo más que lo que hubiéramos hecho cualquiera.
– Defender a la mujer.
– Claro.
Sentí una profunda alegría, me entraron ganas  de salir, de presentarme ante ellos, de darle un abrazo…pero preferí no hacerlo; en la cárcel me hicieron más calmoso, me quitaron impulsos.
Esperé a que se alejaran. Salí de la cuneta, me acerqué  hasta la puerta y di dos golpes sobre ella. Nadie me respondió; esperé unos minutos. Nada. Volví a golpearla, esta vez con más fuerza. En el interior se encendió un candil (una lámpara.)
   –     ¿Quién?
– ¡Soy yo!
– ¿Quién?
– Era la voz de mi madre. Sentí alegría al oírla, para qué mentir.
– Yo, Pascual.
– ¿Pascual?
– Sí, madre. ¡Pascual!
Abrió la puerta; a la luz del candil parecía una bruja.
– ¿Qué quieres?
– ¿Que qué quiero?
– Entrar. ¿Qué voy a querer? ¿Qué le pasa a usted, madre?
– Nada, ¿por qué?
Estoy para asegurar que mi madre hubiera preferido no verme.
   –    ¿Y Rosario?
– Se fue.
– ¿Adónde?
– A Almendralejo.
– ¿Con quién?
– ¿A ti qué más te da?
Pensé si no estaría soñando.
Estuvimos los dos un corto rato callados.
– ¿Y por qué se fue? ¿No quería esperarme?
– No sabía que habías de venir. Estaba siempre hablando de ti.
– ¿Te viene a ver?
– Si mucho,  ¡como él está también aquí!
– ¿Él? ¿Quién es él?
– El señor Sebastián.
Creí morir. Sebastián que había sido mi padrino de boda, era de los últimos con los que quería ver juntarse a mi hermana.

La Rosario fue a verme en cuanto se enteró de mi vuelta.
– Ayer supe que habías vuelto. ¡No sabes lo que me alegré!
¡Cómo me gustaba oír sus palabras!
– Sí, lo sé, Rosario. ¡Yo también estaba deseando volverte a ver!
Los dos hacíamos esfuerzos para que la cosa saliera natural. La Rosario se sonreía con su sonrisa de siempre, esa sonrisa triste y como abatida que tienen todos los desgraciados de buen fondo.
– ¿Sabes que te tengo buscado una novia?
– ¿A mí?
– Sí.
– ¿Una novia?
– Sí, hombre. ¿Por qué? ¿Te extraña?
– No…Parece raro. ¿Quién me ha de querer?
– Pues cualquiera. ¿O es que no te quiero yo?
La confesión de cariño de mi hermana, aunque ya la sabía, me agradaba; su preocupación por buscarme novia, también.
– ¿Y quién es?
– ¡La Esperanza!
– ¡Guapa moza!
– Que te quiere desde antes de que te casases.
– ¡Bien callado se lo tenía!
La novia que la Rosario me tenía preparada, en verdad era una hermosa mujer. Era muy religiosa, como dada a la mística.
Era de natural consentidora y algo tímida. Jamás nadie la había visto u oído discutir con nadie.
Al poco tiempo de entonces llegó a ser mi mujer – mi segunda mujer.
Llevábamos ya dos meses casados cuando me fue dado a observar que mi madre seguía usando las mismas malas artes que antes de que me tuvieran encerrado. Me quemaba la sangre con su conversación hiriente y siempre intencionada.
A mi mujer no la soportaba.
Mi madre sentía una insistente satisfacción en molestarme. No quería ni verla.
Tan agobiado estaba que el día que decidí hacer uso del hierro, que la muerte de mi madre era algo fatal que había de venir y que yo había de causar. Algo que no podía evitar.
Estaba todo bien preparado. Me pasé largas noches enteras pensando en lo mismo, para tomar fuerzas; afilé el cuchillo de monte.
Sólo faltaba fijar (emplazar) la fecha y después no volverse atrás, mantener la calma…y luego herir, herir sin pena, rápidamente, y huir, huir muy lejos, donde nadie pudiera saberlo.
(La conciencia no me remordería, no habría motivo. De aquellos actos a los que nos conduce el odio, no tenemos que arrepentirnos jamás.)
Mi mujer algo debió de notarme.
– ¿Qué vas a hacer?
– Nada, ¿Por qué?
– No sé; parece como si te encontrase extraño.
– ¡Tonterías!
La besé, para tranquilizarla; fue el último beso que le di.
Vino la noche. Había llegado la ocasión, la ocasión que tanto tiempo había estado esperando.
Estuve escuchando un largo rato. No se oía nada. Fui al cuarto de mi mujer; estaba dormida. Mi madre dormiría también a buen seguro. Allí estaba, echado bajo las sábanas, con su cara muy pegada a la almohada. No tenía más que echarme sobre el cuerpo y acuchillarlo. No se movería, no daría ni un solo grito, no le daría tiempo. Estaba ya al alcance del brazo, profundamente dormida. Quería decidirme, pero no lo acababa de conseguir. Ya tenía el brazo levantado, para volver a dejarlo caer otra vez a lo largo del cuerpo.
Pensé cerrar los ojos y herir. No podía ser, herir a ciegas es como no herir, es como herir en el vacío…Había que herir con los ojos bien abiertos…
El tiempo pasaba y yo seguía allí, parado, inmóvil, como una estatua, sin decidirme a acabar.
No me atrevía, después de todo era mi madre, la mujer que me había parido.
Con echarme al mundo no me hizo ningún favor, absolutamente ninguno…no había tiempo que perder. Había que decidirse de una buena vez. En un momento estaba de pie y como dormido, con el cuchillo en la mano, como la imagen del crimen…Quería acabar pronto, rápidamente, y salir corriendo hasta caer agotado (rendido), en cualquier lado. Llevaba una hora larga al lado de ella, como guardándola, como velando su sueño. ¡Y había ido a matarla, a eliminarla, a quitarle la vida a puñaladas!
 
No; definitivamente, no. No podía; era algo superior a mis fuerzas, algo que me revolvía la sangre. Pensé huir. A lo mejor hacía ruido al salir, se despertaría, me reconocería. No, huir tampoco podía; iba inevitablemente (indefectiblemente)  camino de la ruina. No había más solución que golpear sin piedad, rápidamente. Pero golpear tampoco podía…me era completamente imposible matar.
Di una vuelta para marchar. El suelo crujía. Mi madre se revolvió en la cama.
– ¿Quién anda ahí?
Entonces sí que ya no había solución. Me abalancé sobre ella y la sujeté. Luchó, se escapó…Me cogió por el cuello. Gritaba como una condenada. Fue la lucha más tremenda que usted se puede imaginar.
(Rugíamos como bestias, la baba nos asomaba a la boca) en una de las vueltas vi a mi mujer, blanca como una muerta, parada a la puerta sin atreverse a entrar. Traía un candil en la mano. Seguíamos luchando; la condenada tenía más fuerzas que un demonio. Me arañaba, me daba patadas y puñetazos, hasta me mordía.
Fue el momento en que pude clavarle la hoja en la garganta.
La sangre me golpeó la cara. Estaba caliente como un vientre y sabía lo mismo que la sangre de los corderos.
La solté y salí huyendo. Choqué con mi mujer a la salida; se le apagó el candil.
Cogí el campo y corrí, corrí sin descanso, durante horas enteras. El campo estaba fresco y una sensación como de alivio me corrió las venas.
Podía respirar…

 

Woordenlijst : Pasual Duarte

In het Spaans gespeeld door Rob Frans

Pag. 1

Cardo: distel
Guarros:  zwijnen
Losas: dakpannen
Escaso: gering, schaars
Cajón: lade
Cuadra: stal
(perrilla) perdiguera: (teefje) patrijzen jagend
Ruin:  gemeen
Achatado (piedra achatada):  afgevlakt, afgeplat
(Mirada)  escrutadora: peilend
Lince:  lynx
…culparme de algo: v. iets beschuldigen

Pag. 2

A grandes zancadas: met grote passen
Bribona (bribón): schooierig, schurk(achtig)
Arrearle hebillazos (hebilla = gesp): met gesp van riem slaan
…que no la haya molido vivo  matado
Donaire    hier: elegantie, ook: scherpzinnigheid
Choza:  hut
Arrear patadas sobre la puerta stampen (geven)  tegen
Apuntar la puerta con maderos ondersteunen met balken

Pag. 3

Culebra    slang
Lo acunó en el regazo   wiegde hem op de (haar) schoot
Tinaja de aceite   pot, kruik
Unos tiemblos me recorrieron todo el cuerpo bevingen
Derribada (…) sujeta, era más guapa que nunca neergegooid, vast (gehouden)
Celda     cel
Serranía    bergland, bergmassief

Pag. 4

…como una yegua joven:  merrie
El niño trota    hier: loopt druk heen en leer ook: draven
…no dejarse acometer por los lloros no ponerse a llorar
como si le agobiase una pena profunda hier: overstelpen, bezwaren
un hombre de provecho  een nuttig lid van de maatschappij

 

Pag. 5

…cumplidos los requisitos de la ley hier: formaliteiten
…mandar lo todo a tomar vientos dejarlo todo, abandonarlo
en medio de juerga   fuif, braspartij
hacerse el chistoso   de grappenmaker uithangen
la descabalgó la yegua…  de merrie wierp haar af

Pag. 6

me sacaba de quicio   dreef me tot wanhoop, maakt me gek
me daba mala espina   maakt me wantrouwig

Pag. 9

puse un bulto en el suelo  hier: kussen
me escondí en una cuneta  greppel, sloot
se encendió un candil   olielamp

Pag. 10

trataba de ahuyentar (los odios) hier: van zich afzetten

Pag. 11

esa sonrisa triste y como abatida verslagen, moedeloos
Era aseada como pocas  schoon, net (limpio), keurig (ordenado)
Era de natural consentidora  toegeeflijk, slap
estaba como entontecido  verdwaasd

Pag. 12

su conversación hiriente (ww: herir)kwetsend

Pag 13

Había que hacer de tripas corazón de moed bijeen rapen
Acuchillar (cuchillo)   neersteken (met mes)
Almohada    hoofdkussen
Rugíamos como bestias  brullen ( bv ook van leeuw)
La baba se nos asomaba a las bocas kwijl